Las personas que me conocen personalmente saben que Vatra no es mi apellido real y a menudo me preguntan por qué lo uso y de dónde lo he sacado. Para el por qué hay múltiples reSpuestas: porque mi apellido real no suena demasiado elegante en castellano, porque no es fácil de pronunciar ni de escribir correctamente y eso puede hacer que sea más difícil encontrarme si se me busca en internet y, sobre todo, porque me apetecía separar mi identidad personal de la literaria, al más puro estilo Batman. Y no es que me avergüence en absoluto de lo que escribo, más bien al contrario. Para mí es tan importante haber conseguido publicar mis historias, ser leída, aterrizar en las estanterías físicas y virtuales de lectoras y lectoras de distintas partes del país (¿del mundo?), que la ocasión se merecía un espacio propio y exclusivo. Vatra. ¿Y por qué Vatra? Pues la respuesta se encuentra, como no, en un libro, en concreto en La promesa del alba, de Romain Gary, su autobiografía, donde relata, con maestría, compasión y humor, cómo su madre profetizó, siendo él un niño, que sería un gran escritor. Para estar a la altura de tales expectativas, el niño Gary se pasaba las tardes pensando en pseudónimos grandiosos y contundentes, pero todos estaban cogidos. Su propio apellido, Gary, era un alias. Lo escogió su madre cuando actuaba sobre los escenarios.  Gary, imperativo en ruso del verbo arder. Aquello me gustó. “Arder” pensé. “Fuego. ¿Cómo se dirá fuego en ruso?” Lo busqué, pero el cirílico me pareció todavía más complicado de gestionar que mi propio apellido, así que busqué en otros idiomas. Y allí estaba, negro sobre blanco en la pantalla de mi ordenador: Vatra, fuego en croata. Voilà. Me encantó, y no solo porque era fácil de recordar, escribir y pronunciar en distintos idiomas, o por lo bonita que quedaba la “A” mayúscula al lado de la “V” inicial, si no porque yo había ardido muchas veces a lo largo de mi vida, sin querer, de forma inconsciente, de frustración, de amor, de indignación, por tantos motivos y tantas veces… Pero ahora dejaba el fuego para el papel, para la tinta, para las teclas. Ahora prefería compartir mi fuego y mis historias con el resto del planeta, darle algo de calor, y de alegría, y lo hacía escogiendo de padrino literario a un verdadero monstruo literario y amante de los nombres falsos. Bienvenidos a mi pequeña hoguera. 

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